martes, 15 de marzo de 2011

Ordes, memoria histórica



Mi abuelo, Jesús Castro, al cabo de los años decidió confesarse en Ordes. No quería llevarse el secreto más guardado a la tumba, donde se le echaría tierra encima y, tapado con una pesada losa, quedaría eternamente sellado.
       
Mi padre era mecánico de profesión: un avispado lince trucando los motores Perkins de gasolina, americanos, en motores diesel, más resistentes y de menor consumo, para los camiones y ómnibus de Barreiros, la nueva fábrica de automoción de Villaverde Alto, empresa puntera en el régimen autárquico franquista. Años antes, había dejado de trabajar en los Talleres Castro de Santiago, propiedad de mi abuelo, donde aprendió el oficio. Mi abuelo nunca perdonaría a su hijo pródigo el abandono de la empresa familiar, cortando la relación de raíz y desheredándolo al final de sus días. 

Era verano y hacía calor en la villa de Órdenes. Después de la sobremesa, salimos al jardín a tomar el fresco. Al poco rato, los demás familiares se fueron metiendo en el chalé a echarse la siesta. Sólo habían pasado dos días que habíamos enterrado a mi abuela, por este motivo había acudido a Órdenes desde Madrid. Mi padre no pudo o no quiso asistir al entierro de su madre y delegó en mí. Ya se sabe, los rencores, las intrigas, las envidias, las desavenencias a la hora de heredar, al final, rompen las familias más unidas. Mi abuelo y yo nos habíamos quedado solos, sentados uno frente al otro.   

  – Lo que te voy a contar –me dijo– no se lo dije a   nadie.    Casi cuarenta años he guardado este secreto, que me roe la conciencia, desvelándome cada madrugada, sobresaltado, esperando que amanezca sin poder conciliar el sueño.


– ¿Qué me quieres contar, abuelo? 

– La guerra, ¡la jodida guerra! He matado a un      hombre. 

– ¡Cómo…!   

“Cuando estalló el Movimiento Nacional– comenzó  a narrarme sus batallitas, sin prestarle mucha atención, observando su cara surcada de arrugas, huellas que fueron dejando los avatares de una vida, quizás nada fácil– escucha, hijo, al comienzo de la Guerra tenía yo un taller mecánico en Órdenes y dos coches, un pequeño utilitario para el servicio del taller y un Ford T Sedan de siete plazas que usaba para el transporte de viajeros entre Órdenes y Santiago. Los que sabíamos connducir en el pueblo éramos tu padre, que desde los trece años conducía sin carnet, y yo como es de suponer. Como apenas había coches, tampoco hacían falta conductores.


Una mañana se presentó la Guardia Civil en mi taller con una orden escrita para requisar los dos vehículos de la familia, advirtiéndome de la obligación de presentarme en el  cuartel cuántas veces fuese llamado, de día o de noche, considerándose la posible ausencia como  motivo de consejo de guerra. 

Una noche, a eso de las tres de la madrugada, me seguía contando mi abuelo, se presentaron dos números de la Benemérita en mi casa y con las culatas de los mosquetones empezaron a aporrear la puerta,  llamándome a gritos. “Vístete rápido y acompáñanos, que tienes un servicio”.

Una vez montados en el Ford, me ordenaron que me dirigiese a casa de un vecino del mismo pueblo, hombre poco amigo de misas y de entierros (mi abuelo me dijo los nombres de los dos guardias civiles y del vecino que fueron a buscar de madrugada a su casa: doy gracias a Dios de no acordarme cómo se llamaba ninguno de ellos). 

La puerta de la casa del paisano de Órdenes, denunciado por antiguas rencillas o por rojo, era de madera reforzada con clavos. Los golpes secos con la culata de los mausers en los remaches de la misma resonaron amenazantes y metálicos, rompiendo la quietud y silencio del pueblo, sonidos agoreros de paseos nocturnos y de vergonzosa aplicación de la ley de fugas, que se repetirían noches sucesivas a la madrugada.

El paisano, que tenía como únicos amigos a los libros y a los periódicos, se asomó en paños menores a la ventana, para preguntar qué era lo que querían a esas horas. Vístete y acompáñanos –le dijo uno de los guardias, el de mostacho oliendo a azufre–. ¿Por qué me buscan a mí, si yo nunca le he hecho un favor a nadie? –Insistía desde la ventana–. El otro guardia, que no era de mejor calaña, añadió con retranca: se non queres vestirte, dá igual, que para onde vas ir…

Me entran ganas de llorar, recodando esta escena, sentado al volante del Ford  con el motor encendido, sin poder hacer nada para salvar al vecino que conocía desde la escuela. Cuando salió de la casa, lo esposaron con los brazos a la espalda y lo metieron en el asiento corrido de atrás: los dos agentes tocados con tricornio uno a cada lado, como era preceptivo en las ordenanzas de la Guardia Civil. 

Toma la carretera de La Coruña –me dijeron a secas– pasados unos kilómetros, volvieron  abrir la boca para indicarme que me desviase por un camino rural que había a la derecha, lleno de baches y embarrado, circunstancia que aproveché para dejar que se calase el coche, quizás así podría salvar a mi vecino de la muerte. 

Se ha calado el coche, hay que bajar a empujar –les dije–. Así  lo hicieron, después de dejar los fusiles en el maletero. El coche no mostraba trazas de arrancar. El guardia de bigote insistía con la manivela una y otra vez, el otro, mientras, quitaba unas piedras del camino, pero el coche no encendía, porque, a propósito, le había cerrado el contacto. Momentos de oro que aproveché para decirle a mi vecino que saltase del coche y que se escondiese entre la maleza, que le iban a dar el paseo de un momento a otro. ¡Por Dios, huye de una vez! –le susurraba–. Todo en balde, porque no conseguía que desapareciese de mi vista, adentrándose en la arboleda y monte bajo de la fraga que se extendía a lo largo de la pista forestal, un lugar propicio para esconderse, pero aquel hombre aterido de miedo no paraba de repetir como un poseso: “nunca fixen favor a ninguén, nin a ninguén lle pedín favor algún…” 

El guardia de mostacho, con la mosca ya detrás de la oreja, abrió la portezuela del coche con desaire y me amenazó, apuntándome con el dedo, con fusilarme a mí también, si no volvía encender el maldito coche. Miré hacía tras, pero aquel hombre de letras, asustado, seguía con la misma letanía: “nunca fixen favor a nadie, nin a ninguén…” 

Ante tal situación, no tuve más remedio que darle al contacto e indicarle al guardia que le diese de nuevo a la manivela, el coche encendió a la primera vuelta, los guardias sonrieron con un mohín burlón y asesino mirando al prisionero.

Abrieron las portezuelas del asiento de atrás, se sentaron uno a cada lado y me mandaron recorrer un kilómetro más o menos. A la altura de un barranco, me ordenaron: “para y enfoca ese silveiro que hai nese valado”!
“Baixa do coche, que chegou o momento do paseo, bolchevique de merda!” –oí que le increpaban–. A los pocos minutos, se oyeron dos detonaciones de fusil y a continuación, un disparo seco de gracia.

Luego, los dos guardias civiles colgaron los máusers del hombro, subieron al coche y se fumaron sendos pitillos sin decir palabra. Mientras regresábamos al pueblo, callados como en un velatorio, sentía frío en todo el cuerpo, los picoletos no sé lo que sentirían, estaban obligados a cumplir las órdenes en un pueblo en guerra que se llamaba precisamente, Órdenes.Tampoco para ellos había escapatoria

Aquí no ha pasado nada, me advirtieron, antes de bajar del coche: a boca pechadiña, pola conta que che ten! Así fue: cuarenta años sin decir ni pío, hasta hoy que estoy soltando cuerda a ti, mi nieto mayor, a quien quiero pasar el testigo de mi secreto".

Después de esta dolorosa confesión, mi abuelo bajó la cabeza, la cogió entre sus manos y se echó a llorar como un niño.

Pasado un tiempo le dije a mi padre, Marcial, lo que me había contado mi abuelo, mientras él me escuchaba, notaba yo que se iba poniendo cada vez más serio, cambiándole el semblante a paso acelerado, haciendo gestos que no sabía cómo interprtar. En una pausa, me interrumpió para decirme: “cuando no iba tu abuelo, porque decía que estaba enfermo o llegaba ebrio a casa, gritando como un loco de atar, tenía que ir yo, con solo quince años, a dar el macabro paseo horas antes del alaba. Mi padre tenía miedo a las represalias de algunos vecinos, yo creo que estaba un poco tocado debido a la guerra. Si me negaba, él sabía cómo convencerme con la correa del cinturón: la dictadura había entrado en mi casa mucho antes que la de Franco”.

Cuando los guardias civiles consideraban el momento y sitio oportunos en las afueras de la villa de Órdenes, me indicaban que parase el coche, el grande o el pequeño, según el número de viajeros que iban dar el paseo al más allá: deixa os focos do coche encendidos e enfoca ese valado. Luego se escuchaban las voces a gritos de los guardias y, momentos después, los disparos.

Pero antes de fusilarlos, uno de los guardias solía decirme: Marcialiño, ti mira pra outro lado.

(Eduardo A. Castro del Prado, el nieto que escuchó la confesión a su abuelo, me ha dado este testimonio de la Guerra Civil).

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