Por Antonio Carreño, La Región
Memorias de memorias, paisajes que son recuerdos y olvidos, que son
nuevamente recreados, línea a línea, sobre la página en blanco; trazos
de añoranzas, lejanas y a la vez cercanas; un río, y un monte, un
viñedo, y una campana repiqueteando desde el profundo silencio de la
mañana; una mortecina anciana, cubierta de negro, camino de la iglesia, y
un adusto labriego, entrelazando entre sus dedos un pitillo a medio
hacer; o una joven vericueto abajo en busca de las berzas para el caldo
del mediodía, y cuesta arriba portando sobre su cabeza la ola de
amarillenta cerámica, llena de agua sosegada. O los cientos de esquilas
tintineando camino de la yerba fresca, otoñal, o el paisano, arriero,
mulatero, barquillero, indiano, serrador, que trae y lleva historias de
su vida en continuo trasiego, cargadas de vivencias doloridas y
silenciadas, jocosas y picarescas. Lejanas labores de aldea, ya
perdidas, que quedan fijadas en los magistrales relatos de Eduardo
Prieto Casares. Cuentos de cuentos, microrrelatos, estampas rurales,
radiografías de memorias y paisajes, anécdotas sutiles, magia y mito,
leyenda e historia, poesía y experiencia vivida. Realidad y ensoñación.
Y un espacio (la Ribeira Sacra) cuya paisaje, señero, quebrado, arisco,
monacal, aturde la imaginación y da voz a un sentimiento aterido ante
una lejana niñez, recobrada como memoria; arquitectura poética de
espacios y tiempos ya idos, de la vida cotidiana rural, recónditos
interiores humanos, de espacios mínimos: el barreño con la leche mazada,
la colorada manteca, el fogón ennegrecido, el pan y la empanada recién
horneada, las papas de maíz con le leche apenas ordeñada, o con leite
mazado, las castañas cocidas o asadas, aun calientes, engullidas y
acompañadas con sangrienta morcilla; el jolgorio de familiares y amigos,
que llegan y ayudan; que beben y cantan; que maldicen y comen hasta el
hastío o el cansancio.
Y los cuentos contados por un vecino o por un tonto travieso que nada o
mucho significan: la moza en cinta, el clérigo enamoradizo, los amores
detrás del heno seco, recién amontonado, el pulpo en la feria, la joven
alocada por rotos amoríos, perdida por el monte, o el siniestro
asesinato por deslealtad y amor frustrado. O por avaricia, o por unos
pleitos nunca ajustados, o por unas aguas que se desvían ilícitamente, o
por unas lindes que se alteran a capricho, o por la presencia del
furtivo que se hace con lo ajeno. Y el ronco sonar de las campanas a
difuntos. Porque en este paisaje arcádico de la Ribeira Sacra,
deslumbrante, mágico, mítico, monacal, también se asienta el viejo
tópico Et in Arcadia, Ego.
Da que pensar. Monólogos con uno mismo, diálogos quebrados, filosofía
llana de la vida, hacer que se hace sin hacer nada, andar
imaginativamente y escribir para que lo acontecido o imaginado se fije
como historia. Y ya sea historia. Y nunca olvido. Documentos literarios
(los cuentos de Eduardo Prieto Casares) que son a la vez testamentos de
vivencias ya transidas de eternidad. Se ubican y se forman en un lugar
llamado Ribeira Sacra donde la escritura ya es memoria de inusitadas
cartografías de espacios a modos de iconos y emblemas, reales,
culturales y simbólicos: capillas, monasterios, cruceros, ánimas del
purgatorio, novenarios, voces monacales, religiosidad y atavismo, pozo
del lobo, montaña y ribera, touzas y lameiros, monólogos de viejos,
canto del cuco, neblina otoñal, primavera festiva.
Y dos grandes ejes que mueven el discurso tradicional de la cultura de
Occidente: oralidad y escritura, lo oído ya escrito. Se narra sin decir
lo suficiente, afirmaba el maestro ruso Anton Chéjov. Y sorprende la
presencia de lo extraño o inquietante, lo siniestro (Freud): breves
arquitecturas humanas del sentimiento y del desamor. Arte de lo
particular, de la descripción minimalista: una telaraña, el interior de
la vivienda, la poda y la cava de la viña, el castaño centenario, el
silbato del capador. Acallada sinfonía que agrupa en sus variados ritmos
lejanas vivencias del niño que lejos recorre de nuevo los espacios de
la niñez y da luz, ya desde la sombra borrosa de lo vivido y lo
imaginado, a un andar imaginado, visual, memorístico, emblemático y
textual: un espacio rural y humano lleno de magia y de encanto memorial
llamado Ribeira Sacra.
(Parada de Sil)