La furia de
Helios, dictador del verano, se va apagando poco a poco: los días menguan y las
noches crecen, mientras Eos, la hija de Eolo, de rosados cabellos, extiende de
amarillo, verde y ocre su manto sobre los bancales de la Ribera Sagrada,
despertando a los mirlos, que se levantan en vuelo, trazando senderos negros
entre nubes errantes. Pronto llegará el otoño.
Kevin busca a ciegas el despertador, que espanta los duendes del
sueño, abriendo y cerrando como un mecano su pinza tetradáctila. Media hora
después, aturdido y desorientado en el patio del Instituto, deambula en medio
de la algarabía estudiantil, entre chicos con piercings que perforan la nariz o hieren los labios o las sienes; y
entre chicas con tatuajes discretos cruzados por las tiras del sujetador y de
camiseta escotada, con vivos luceros, perfilados de azul, lanzando miradas
pícaras y abriendo los labios de fresa, exhalando risas desaforadas, propias de
la edad del pavo.
Sonrisas de encuentros, captadas con móviles 3Gs, inmortalizando
el momento; mochilas cargadas de cuadernos, estuche y libros de texto que
soportan curvadas espaldas y delgadas piernas; en los pies, brillantes
deportivas con tonos amarillos, a la moda, sin atar, virtuosas con los balones;
se gastan bromas, y se ríen por fáciles ocurrencias.
El sonido de la sirena disgrega los grupos en el patio. Los
alumnos van subiendo a sus clases en tropel. Poco a poco, el jolgorio se va
apagando en los pasillos del Instituto de la ESO. Los chicos se acomodan por afinidades,
mientras algunos suben las persianas para que los tibios rayos de sol vayan
calentando el ambiente del aula. Pasados unos instantes, el tutor aparece por
el umbral de la puerta con su manoseada carpeta de cursos anteriores bajo el
brazo. Con una tímida sonrisa, a modo de bienvenida, y con un contenido golpe
metálico, el profesor cierra la puerta del aula. Comienza un nuevo curso
escolar.
A cada profesor le cuadra su portafolios: los hay que cargan con
el bombo de su cartera, preñada de
libros aún por leer, exámenes de septiembre que contados alumnos han aprobado,
suplementos culturales de El País, que prometen ser muy interesantes, pero que pronto
descansarán en la papelera; otros llegan al Centro con las manos en los
bolsillo, ligeros de equipaje: si es cierto que los recursos de un buen maestro
no se miden por el grosor de su portafolios, como tampoco en el bolso de una
señorita está escrita la palabra cariñosa o arisca; mísera o espléndida; vaga o
ratón de biblioteca, esto no quita poder afirmar que el porte y la indumentaria
de una persona, aunque el hábito no haga al
monje, la convierta en personaje de una determinada escena.
"Buenos días y bienvenidos”. Como de costumbre, el profesor pasa
lista: los chicos van levantando la mano, unos dicen “yo” con una leve sonrisa;
otros dibujan, como respuesta, un gesto desvaído en sus caras, apagadas por el
sueño. Todo normal, hasta que nombra a Kevin. Nadie contesta. Se palpa, en el ambiente, un
silencio frío, cortado por miradas maliciosas y cuchicheo entre los alumnos: “Por
qué no habla, será mudo, cómo va hablar si es chino, no ves qué ojos tiene, te
has fijao que le falta un dedo,
parece un extraterrestre, debe ser el hermano pequeño de E.T.”
El profesor, de pobladas cejas canosas, que bien se podría decir
un concejal decano o funcionario cejijunto, a punto de jubilarse, no se inmuta
ni pierde la compostura. Callado y serio, con arrugas en la cara que ha arañado
el tiempo, echa un vistazo a la ficha del alumno que podría padecer mutismo
electivo, el tercero de la segunda fila, pero el chico apenas se deja ver,
porque se cubre la cabeza con las manos, temeroso de Jonathan, el del piercing en la nariz y pendiente de aro en la oreja izquierda, que
se ha sentado a su lado para acosarle, como perro asilvestrado en la calle a
oveja mansa de Arcadia.
Al
viejo profesor por un instante se le va el santo al cielo, recordando los
avatares del curso anterior: “Un chico desalmado, sin empatía, menuda pieza, en la edad del
pavo, en la que se le sube el moco; con las hormonas a flor de piel y la
autoestima por los suelos, sin saber qué hacer con los cuatro pelos de su
bigote, ni cómo disimular, con polvos de Celestina, el salpullido del acné que
afea su cara bonita; arropado con la indumentaria rapera de su tribu; hijo malcriado en una familia desestructurada; objetor al
esfuerzo, a la educación y la disciplina: el típico chico PIL, repetidor, que
va promocionando los cursos por imperativo legal, otra vez en mi aula”. Feliz Curso. Un saludo desde mi jubiloso retiro.