Cuando pasó el control de seguridad del aeropuerto de Ginebra, sintió que sus labios se curvaban solos.
“Pase lo que pase, se prometió a sí mismo: ‘Yo no me vuelvo a Lugo con las manos vacías” –¿De qué te ríes, papá? –preguntó su hijo mayor, y él le miró un instante antes de contestarle. –De nada –pero no pudo evitar que su sonrisa se ensanchara–. Cosas mías.
En el verano de 1969, él tenía 19 años y un amigo del colegio que, tras emigrar a Lucerna, estaba ganando un dineral. En su casa, sin embargo, no había mucho dinero. Él sentía que las matrículas de honor que jalonaban su expediente no compensaban el sacrificio que su carrera universitaria había impuesto a su familia, y por eso, cuando le dieron las vacaciones, decidió irse a trabajar a Suiza, para ganar su propio dineral mientras practicaba el alemán. Ni corto ni perezoso, se hizo el pasaporte, compró un billete de tren y se plantó en la estación de Ginebra. Allí, rodeado por todas partes de compatriotas provistos de un montón de documentos, comenzó su aventura. Consciente de que era el único español sin papeles de toda la cola, estiró el cuello para descifrar en varias lenguas distintas la misma expresión, “contrato de trabajo”, pero no se amilanó. Pase lo que pase, se prometió a sí mismo: “Yo no me vuelvo a Lugo con las manos vacías”. Con esa certeza y ningún contrato, llegó hasta la ventanilla.
¿Con qué intenciones entra usted en Suiza? Él sostuvo sin arrugarse la mirada de aquel pulcro, cortés funcionario ginebrino. Vengo como turista, contestó. ¿Y cuánto tiempo piensa quedarse haciendo turismo entre nosotros? Esa respuesta tampoco se la pensó, y dijo la verdad, dos meses. Muy bien, al funcionario pareció complacerle aquel plazo, pero no lo suficiente como para renunciar a una tercera pregunta. ¿Y cuánto dinero trae usted? Dos mil quinientas pesetas. Antes de acabar de decirlo, ya había comprendido que la sinceridad a veces puede ser un error. Ahora sí que la has hecho buena, Angelito…
Un instante después, con la misma pulcritud y cortesía con la que se había comportado en todo momento, aquel oficial le devolvió su pasaporte con las mismas palabras, faux touriste –falso turista–, estampilladas en todas las páginas. A continuación, le regaló un billete de vuelta, derecho a España. Pero él no iba a volverse a Lugo con las manos vacías, de eso ni hablar. Así que se bajó en la primera estación que encontró más allá de la frontera, en un pueblo que, nunca podrá olvidarlo, se llamaba Bellegarde. Tampoco olvidará nunca que lo primero que se le ocurrió fue dirigirse a la gendarmería, a contarle a la policía francesa lo mal que se habían portado con él sus colegas suizos. El responsable de la seguridad de aquel pequeño pueblo le escuchó con la boca abierta y una benevolencia limítrofe con la simpatía. Tiene usted razón, admitió, los suizos son muy antipáticos, pero… Si no se marcha usted de mi despacho ahora mismo, no me va a quedar más remedio que detenerle.
Otro habría cogido el primer tren para Lugo. Él se dedicó a buscar grúas, porque debajo de las grúas hay obras, y en aquella época, en aquel lugar, en las obras florecían los albañiles españoles. Ellos le ayudaron. Mira, a ese acaba de parirle la mujer y seguro que necesita dinero… ¿Sabes conducir?, fue lo único que le preguntó aquel argelino, tras aceptar 2.500 pesetas como precio del viaje. Claro, respondió él, muy ufano. No tenía ni nueve años cuando mi padre me enseñó a llevar un tractor. Ya, pero… ¿Tienes carné? ¡Ah!, no, de eso no tengo.
Lo que tuvo, una vez más, fue mucha suerte. Dos kilómetros antes de alcanzar el control de pasaportes, el argelino le cedió la plaza del conductor. Confiaba en que la matrícula de su coche, fronteriza, disuadiera a la policía suiza de exigir la documentación de sus ocupantes y en que, si lo hacía, exigiera solo la del copiloto. En efecto, les dejaron pasar sin ningún trámite. Unos kilómetros más allá volvieron a intercambiar sus lugares y llegaron al destino pactado, la estación de Ginebra, sin novedad. Allí, él esperó al tren en el que debería haberse subido el día anterior y –antes la cárcel que la derrota– se encerró en el baño hasta que pudo desembarcar en Lucerna, donde paró un taxi al que dio la dirección de la granja en la que trabajaba su amigo. ¿Pero qué haces tú aquí?, le espetó este, al verle, si ayer fui a esperarte y no llegaste… Tú calla, anda, le respondió él, y paga a ese taxista, que yo no tengo ni un céntimo.
–¿Pero de qué te ríes, papá? –volvió a Lugo en septiembre, con la pequeña fortuna que había amasado dándole vueltas a la manivela de un asador de pollos.
–De nada –pero 41 años más tarde acababa de pasar la misma frontera como un señor–. Total, si te lo cuento, no te lo vas a creer…
(Esta es la verdadera historia de la admirable intrepidez juvenil que, en el curso de dos viajes a Ginebra –uno en 1969, otro en 2010–, convirtió al prestigioso catedrático y crítico literario Ángel Basanta en el protagonista de un trepidante relato de aventuras).
Nota.- En eses años de la España de los planes de desarrollo y de las revueltas de mayo '68, muchos estudiantes durante las vacaciones del verano se fueron a trabajar -y a respirar aires de libertad- a los países de la Europa desarrollada. Yo también fui uno de ellos. Algún día lo contaré en este blog.
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